FUGA

9.08.2007
Permanezco sentada en una esquina, me sorprende darme cuenta del gran número de personas que al igual que yo pretende escapar. Miradas recelosas y desconfiadas pasean de un lado a otro. Algunos aprietan entre sus brazos la valiosa carga que llevan con ellos . Por fin, estamos en marcha. Los extensos brazos de mi prisión me jalan hacia ella mientras mi mente se aferra en la difusa visión de una salida. Mientras más avanzamos mi cuerpo se relaja, mis miembros liberan la tensión en ellos retenida y mi mente se despeja.
Estoy rodeada de gente pero al fin me siento libre. Una niña me observa detenidamente adivinando en mi rostro el secreto que escondo. Sonríe. Sus ojos fijos en mí me hacen recordar la inocencia que a esa edad corresponde, aquellos tiempos en que el mundo no tenía límites y no había nada que temer más que el monstruo que habita debajo de la cama. La paranoia que caracteriza a los adultos aún no penetra su mirada, no tiene miedo de estar rodeada por extraños y tampoco parece importarle respirar el aire raído que vuela en el ambiente. Los sudores ajenos parecen no molestarle y a todos ofrece una sonrisa, al mismo tiempo que analiza a cada uno de los viajeros.
Volteo a la ventana y recuerdo aquellas metas y grandes reflexiones de una chiquilla de diez años. Aquellos tiempos en que el mundo era mío y todas las personas buenas. Cuando disfrutaba cada segundo y la muerte no me inquietaba. Ahora mi espíritu intenta liberarse y se rebela ante las ataduras del mundo que le rodean. Temo morir, me doy cuenta de todo aquello que me resta por vivir y de lo mucho que disfruto mi vida, puedo dibujar perfectamente la imagen de lo que quiero ser y hacer, pero sé que a veces el mundo se pone en contra y todo se vuelve más complicado.
Huyo, viajo hacia algún lugar en que no importe quien soy ni qué hago, en donde la gente no se pregunte las razones de mi actuar. En donde nuestro denominador común sea lo suficientemente fuerte y válido como para merecer respeto.
Vuelvo a observar a la niña y me doy cuenta de la pureza de su sonrisa. A través de esos ojos todos somos iguales y valemos lo mismo. Caigo en cuenta finalmente de mi presurosa huída, de que a cada instante me alejo más de ese pequeño pero sabio ser en mi incesante búsqueda por el conocimiento, e incongruentemente cada día descubro más mi ignorancia, ha llegado el momento de dejar de huir.
Por fin entiendo de qué huyo, pretendo que no me alcance ese futuro gris e insaboro, prefiero vivir siempre en esa inocencia que me permita conocer la bondad dentro de cada uno de los que me rodean. ¿Crecer?, eso es morir lentamente.

0 notas al pie: